sábado, 13 de octubre de 2007

Viajar: Antes era un divertimento, ahora es una obsesión

Supongo que cuando tenga sesenta o setenta años –si es que llego a esa edad-, echaré la vista atrás y no me será difícil distinguir diferentes etapas en la forma de viajar y en la manera de entender los viajes.

Incluso intuyo, que analizando sin mucha profundidad el historial de periplos por el mundo, seré también capaz de identificar lo que fueron los altibajos de mi vida (ahora ya puedo hacerlo con los años pasados). Lo que no tendré tan claro llegado ese momento me temo, es si fueron esos altos y bajos los que determinaron los viajes que hice o si fue el revés, que los viajes marcaron para bien o para mal la singladura de mi devenir por el mundo. En cualquier caso igual da, puesto que creo que en estos supuestos el orden de los factores no altera seriamente el producto.

Normalmente, de los veinte a los treinta se viaja, luego se tienen los niños y se hacen vacaciones de una forma distinta y más familiar y cuando estos ya están algo crecidos, se vuelven a retomar las costumbres veinteañeras, pero con algo más de sosiego. Ello claro, si los dos miembros de la pareja son amantes de conocer mundo, porque si hay uno que no lo es, suele acabar imponiéndose y las aventuras por el globo acaban reduciéndose al mínimo en esa "segunda juventud".

Pero en mi caso, los cambios de los veinte a los treinta han ido por otros derroteros bien distintos. Antes viajar era un mero pasatiempo divertido que ocupaba un mes de verano y el resto del año dormía el sueño del olvido en un baúl.

Ahora sin embargo, esta afición se ha convertido en una necesidad, en casi una obsesión, que mueve los hilos de mi existencia y que de una forma o de otra se manifiesta a lo largo de casa uno de los 365 días del año. Del despreocupado viaje veraniego, hemos pasado sin solución de continuidad al viaje en tres partes (previaje, viaje y postviaje) y a una angustiosa sensación de que hay que darse prisa y organizarse, porque quedan muchas cosas por ver y cada vez menos tiempo

No sé realmente si esto es bueno o es malo y si será duradero en el tiempo, pero no creo que nada haya de perjudicial si no se desatienden otras cosas, así que de momento me he dejado llevar.

En realidad no es que viajemos más deprisa que antes ni que queramos siquiera hacerlo. Ha sido una simple optimización del tiempo y de los espacios. Del tiempo, porque antes nos montábamos un único itinerario de un mes cada año y ahora hemos readaptado nuestras vacaciones y días libres para poder hacer dos de veinte y alguna escapada de una semana.

Y de los espacios, porque ya hace una buena temporada que decidimos repetir los menos lugares posibles, a no ser que pillaran de paso. En los años noventa no nos importaba volver una y otra vez a una ciudad o sitio, hasta que acabábamos destripándolos. Así ocurrió con París, Budapest, Praga, Cracovia, Estambul, Dubrovnik… Ahora preferimos que las sensaciones sean algo más superficiales, aunque también más intensas.

Entre otras cosas, porque cuando terminás yendo muchas veces a los mismos lugares, estos se convierten en vulgares (así me ocurre con ciudades que la primera vez me parecieron maravillosas, como París o Praga).

Soy de la opinión de que en una primera visita, casi todos los sitios son bonitos, pero son muy pocos los que siguen enamorando a lo largo de la segunda oportunidad. Un tercer retorno emotivo, ya solo lo aguantan los auténticos pesos pesados del turismo

Y solo hay dos ciudades a las que yo les haya dado una cuarta oportunidad y la hayan pasado con nota: Estambul y Roma.

Escrita el 25 de junio de 2.007

No hay comentarios: