viernes, 12 de octubre de 2007

"¡Joder, como está esto de españoles!"

Debió haber un tiempo –coincidiendo muy probablemente con aquellos años en que el españolito (que no la españolita) de a pie se entretenía persiguiendo a las suecas por las playas del Mediterráneo-, en que encontrarse un compatriota en el extranjero debía ser toda una proeza. Me refiero, de viaje o de vacaciones, claro, porque trabajando, en aquella época había bastantes repartidos por media Europa y América.

Incluso recién estrenados los ochenta, recuerdo haber salido con mis padres a Francia o a Portugal y el encuentro con un ciudadano de la piel de toro –no digamos si era de tu misma ciudad- era todo un acontecimiento, que se celebraba con gran alboroto, al grito de ¡¡¡sois españoles, ¿no?!!!.

Hoy –afortunadamente- las cosas han cambiado mucho. Antes de que a los bebes siquiera les hayan salido los dientes, muchos de ellos ya han cruzado el Atlántico en ambas direcciones. Y los jóvenes estudiantes se han recorrido Europa de punta a punta unos cuantos años antes de haber ingresado en cu cuenta el primer sueldo.

Y es que los españoles, como hiciéramos cinco siglos atrás, hemos tomado de nuevo el mundo. Ya no digo Londres, París o Praga, donde hay más cordobeses que en Córdoba o más abulenses que en Ávila, sino la más recóndita isla de Indonesia, el parque natural más inaccesible de Perú o la aldea más misteriosa de Namibia.

Tal es así, que el antiguo jolgorio por el encuentro con un compatriota, se ha convertido ahora en frases de desprecio contenido del tipo “Joder, como está esto de españoles” o “mira, otro grupito de españoles que van como borregos”, como si nos creyéramos los únicos con derecho a salir de nuestras fronteras y conocer el mundo.

A mi, sin embargo, me encanta toparme con españoles por el mundo. Es verdad que los encuentros en los países más cercanos o más turísticos carecen ya de toda emoción, pero no me diréis que no entona el cuerpo y el espíritu encontrarte con un compatriota después de un mes recorriendo Albania o Arabia Saudita, escuchando idiomas impronunciables.

Para mi ese momento es impagable. Ese primer contacto, esa charla infatigable de las primeras horas, esas cervezas y esa comida compartidas con sonrisas de oreja a oreja… y sobre todo, ese sentimiento de que no solo tu interlocutor te atiende y entiende, sino de que también te comprende.

Puedes hablar un perfecto inglés y comunicarte con casi cualquiera, pero la sensación nunca es la misma que cuando compartes y departes con alguien de tu propio país o lengua. Y no digamos ya, si llegas a congeniar mínimamente y te decides a unirte con él/ellos durante unos días de viaje común. Nos ha ocurrido un par de veces y son de las experiencias que guardamos más grato recuerdo.

A los japoneses les ha salido un duro rival en la conquista del mundo, los españoles. Aunque no debemos despistarnos, dado que los rusos, chinos y ciudadanos de la antigua Europa del este nos pisan fuerte los talones. Quienes hayan viajado frecuentemente en los últimos tiempos, estarán de acuerdo conmigo en el incremento que se ha producido de los viajeros de estas zonas en los últimos años.

Al hilo de este tema y tejiendo más fino incluso, cabría hasta establecer una clasificación de destinos según el origen del viajero: Los japoneses mandan en el turismo tradicional o de ciudades.

Los rusos no tienen rival en el turismo de playa (Mediterráneo y Mar Rojo, sobre todo). Mientras, los chinos –que han sido los últimos en llegar y que no se caracterizan por ser especialmente educados- mandan en las ciudades más turísticas (París, por ejemplo).

Los españoles no tenemos competencia en el dominio de los países exóticos, peligrosos o poco frecuentados. En el atolón más recóndito de Australia, en Irán, Palestina o en Kosovo, no tendrás nunca problema para acabar encontrándote con alguien de Cuenca o de Palencia.

Y, finalmente, los ciudadanos del este de Europa, especialmente los polacos y bálticos, golean en el turismo religioso o de peregrinaciones. Puedo asegurar, que durante la pasada Semana Santa, había al menos tres Polonias y cinco Lituanias enteras, metidas en Jerusalén y Belén.

Escrita el 8 de junio de 2.007.

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