viernes, 12 de octubre de 2007

La puesta a punto

Los dos trámites que llevo peor a la hora de la puesta a punto para un viaje largo y lejano son el tema de las vacunas y la visita al dentista. Bueno o cualquier otro tratamiento que requiera de pinchazos, picotazos o similares.

No tengo problemas para aguantar el dolor en cualquiera de sus modalidades, pero no soporto pensar o sentir como a través de una jeringuilla, sacan o introducen líquidos en mi indefenso cuerpo.

En el caso de la anestesia dental, voy sintiendo en el interior como esa sustancia hostil se va extendiendo por el labio superior, adormeciéndolo y expandiéndose sin límites por el resto del carrillo de la cara, cual ejército napoleónico avanzando sin resistencia a la conquista de Rusia.

La entrada de la punzante aguja resulta ser una invasión del cuerpo en toda regla, mientras que la salida me deja en la más absoluta de las indefensiones, intuyendo que por ese pequeño agujero se va escapando poco a poco parte de mi esencia. Y mientras lo pienso, entreabro los ojos y observo a aquel hombre ejerciendo la suerte suprema en mi boca, con cara inexpresiva y de indiferencia, como cuando un contable revisa metódicamente las facturas y golpea mecánicamente las teclas de su calculadora de rollo de papel.

Nunca he entendido que gen, que musa, que divinidad, que aparición repentina… inspira a alguien algún día en su mocedad a determinar que su vocación, que lo que realmente ha venido a hacer en este mundo, es a estar perforando a picotazos jornada tras jornada, encía tras encía a un sujeto que reposa indefenso en el reclinable sillón de tortura de la consulta, con su cara iluminada por un foco de gran potencia

Faltaban unos cuantos días para que se iniciara marzo y poco más de tres semanas para marcharnos a Oriente Medio, cuado uno de los molares del fondo de mi boca comenzó a protestar. “Seguro que este dolorcillo se pasa en unos pocos días”, pensé. Pero aquello no remitía.

Mi consciente sabe (porque lo ha leído) que la medicina en Siria está a un buen nivel desde incluso los tiempos de la antigüedad, pero mi subconsciente –que si siempre va por libre, esta vez decidió irlo aun más- comenzó a elucubrar sobre como podía ser una urgencia odontológica en cualquier consulta del país árabe.

Me vi entonces en una estancia pequeña y oscura, reposando sobre una alargada camilla con hule de plástico. Bajo la tenue luz que colgaba de un cable medio pelado y atada de pies y manos, yacía expectante –más bien aterrada-, mientras un hombre con turbante de cuadros rojos y blancos y con un humeante cigarro asido a los labios –los cuales solo balanceaba para dejar caer la ceniza sobre cualquier parte-, calentaba unas enormes tenazas al fuego de un horno de pan.

Cuando acabó el pitillo colocó un azucarillo entre los dientes y sorbió un largo trago de té a la menta. Me miró, me hizo un gesto como indicando “ha llegado la hora”, se encomendó por tercera vez al altísimo al grito de ¡Alá es grande!, agarró las tenazas ya incandescentes y…

Por supuesto que mi subconsciente consiguió su objetivo. En un par de días estaba visitando a mi dentista, que me diagnóstico una endodoncia (darle boleto al nervio) y me recomendó que a la vuelta, no me vendría mal tampoco un tratamiento de curetajes.

Mi dentista aparte de bueno –y muy caro-, es encantador, así que no hubo mayor problema. La endodoncia y reconstrucción de la muela salieron geniales y pasé un viaje sin dolor alguno de muelas, aunque debo de reconocer que de reojo -por si era verdad lo de las tenazas-, me pasaba el día en Damasco buscando placas por las calles en nuestro alfabeto de clínicas dentales.

Hoy cuando la tenía casi olvidada, he vuelto a recordar esta historia. Esta tarde he recibido el otro tratamiento prescrito en uno de los cuadrantes de mi boca. Ha sido uno de los días en que he sentido más dolor en mi vida, por culpa de una mala profesional, con peores artes y carácter, que quedará siempre nominada como Madame Curetajes, la psicópata de las encías.

Según salía de la consulta la he mirado con indiferencia. Y de camino a casa, le he metido una buena bronca a mi subconsciente: Por sus prejuicios y su injusto e intolerable racismo.

Escrita el 21 de junio de 2.007.

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