sábado, 6 de octubre de 2007

La duración de un viaje

Los viajes tienen un transcurrir, que siempre suele ser muy diferente a su duración. Un viaje puede transcurrir en una semana, un mes o un año, pero su duración puede ser, desde ese mismo intervalo de tiempo a toda una vida, pasando por todos los estados intermedios que se quiera.

El itinerario o recorrido en sí, suele comenzar en un aeropuerto o estación de trenes o autobuses. Pero lo que es el viaje, ha empezado bastante tiempo antes, cuando unos cuantos determinados elementos se han reunido en nuestra mente para elegir ese destino o destinos y finalizará (aunque realmente no acaba nunca, porque las experiencias vividas nos marcarán para siempre) cuando los recuerdos van perdiendo intensidad y pasan al segundo cajón de nuestra mente o cuando el espacio lo van ocupando los preparativos del siguiente viaje. Aunque tampoco es extraña la convivencia durante algún periodo de tiempo del viaje que ya transcurrió y del pendiente de transcurrir.

Llegados a este punto, si que me gustaría hacer una diferenciación entre lo que es el viaje (para mi, debe abarcar al menos un periodo de un par de semanas) a lo que es una escapada (menos de una semana). Entre una semana y dos, se me abre una fórmula viajera a la que todavía no he conseguido dar nombre y que me provoca sensaciones intermedias y diferentes a las dos expuestas.

En la escapada, casi nunca llego a experimentar las sensaciones de una forma profunda. Pareciera como si mi cuerpo y mi mente aun estuvieran en el periodo de adaptación del viaje, cuando ya hay que regresar. Por eso nunca suelo incluir los lugares que me apetece visitar más en esta forma de viajar y recurro a otros de segundo orden. Y cuando lo hago, posteriormente en el tiempo suelo volver a incluir ese mismo lugar tan especial en un viaje de los de larga duración

En mi caso particular, la duración de los viajes –que también puede ser definida como el intervalo en el que nos pasamos dando la lata a los demás a todas horas con ese destino- viene a ser de unos seis meses para los que se desarrollan por Europa y entre nueve y doce para los que transcurren por el resto del mundo, en las tres fases que tiene todo viaje, cuando se hace de forma independiente:

1ª.- La de la ilusión y la incertidumbre. Nada es real, todo es imaginado y a esa imaginación se le trata de poner coto con la búsqueda de información y la asimilación de las experiencias que relatan los demás, pero la imaginación, que es traviesa, juguetona y se niega a estar encerrada en ningún sitio, siempre se termina escapando.

2ª.- La de la realidad pura y dura. Es el mero transcurrir del viaje. Hay que estar tan pendientes del día a día (que es el que enriquece el viaje) y de resolver los pequeños o grandes inconvenientes que van surgiendo, que esta fase se degusta, pero no se llega a disfrutar al máximo. Suele ser, además, la más corta de las tres.

3ª La de los recuerdos (con plasmación por escrito o no). Ya no hay día a día que solucionar o problemas que resolver y se puede paladear lo vivido lentamente. En mi opinión, es la fase más bonita de las tres, aunque exista el riesgo de desvirtuar o dulcificar lo que fue la realidad. Aunque, ciertamente, la realidad siempre será para nosotros lo que tenemos en nuestra mente, más que lo que realmente ocurrió.

Quien no prepara los viajes –porque otro se los prepara- o quien viaja organizado realiza exactamente las tres mismas fases que quien lo hace por libre, pero eliminando algunos de los elementos que forman parte de cada una de ellas y reduciendo la intensidad de las sensaciones.

Esta es a mi modo de ver, la diferencia fundamental entre viajar con touroperador o preparándolo uno mismo, independientemente de que a cada uno nos guste más una forma u otra y de que ambas maneras de proceder me parezcan igualmente respetables.

Escrita el 7 de diciembre de 2.006

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