sábado, 13 de octubre de 2007

Adios a las fotos de paellas de marisco, del perrito y del bebé de ocho meses

Gracias al gran invento de las cámaras digitales, septiembre ha dejado de ser ese tedioso mes en que la mayoría de familiares o amigos nos cazaban a lazo, aprovechando la más mínima oportunidad para que fuéramos a su casa a contemplar las fotos de sus últimas vacaciones en la costa (generalmente mediterránea).

Como si de un interrogatorio a la madre de Madeleine fuera, éramos sometidos a largas horas de contemplación de álbum tras álbum. De las doscientas instantáneas tomadas había que visionar 35 del día que se metieron la mariscada en el apartamento, donde con alegría desbordada sujetaban las colas de la langosta o las cigalas de ambas manos, como si fueran a poner unas banderillas taurinas, pero a base de estos crustáceos antrópodos

50 eran de ellos con le perrito (en la playa, en el paseo marítimo, en la piscina, en la terraza tomando algo, revolcándose en la hierba…) y más de 100 con el gracioso –para su padre y madre, claro, no necesariamente para el resto- bebé de ocho meses (en su sillita, en la bañera jugando con el patito de goma, abrazando a su Lunni favorito, con su ropita nueva, comiendo con los ojos abiertos como platos, con el traje de explorador…). Y además te las explicaban: “Mira, aquí estoy yo con el perrito” o “¿Ves?, en esta el niño se acaba de levantar, ¡mira que carita tiene!”. “¡¡Pero coño, si ya lo estoy viendo” (pensaba sin ni siquiera cambiar el gesto, en silencio).

Tal vez por aquello de no pedir para los demás lo que una no quiere, nunca me gustó demasiado mostrar a nadie nuestras fotos de viajes, a no ser que realmente me insistieran (cosa que tampoco solía suceder muy a menudo). Seguro que viendo paisajes, ruinas y ciudades; sin perrito, niño o paellas, se hubieran aburrido tanto como a mi me pasaba con las suyas.

Gracias a la tecnología, ahora todo es mucho más fácil, aunque todavía hay quien no deja de resistirse a proponer deleitarnos con esas maratonianas sesiones fotográficas, ahora a través de divertidos montajes que muestran orgullosos en la pantalla FTF del ordenador o del televisor de plasma.

Aunque ahora es mucho más fácil escapar de esta red de una forma más sutil. Basta pedir que nos dejen el disco, nos las manden por correo electrónico, o solicitar el enlace en internet al álbum digital, asegurando con la suficiente convicción que luego dedicaremos el debido tiempo a verlas tranquilos en casa. Después, evidentemente, se ven solo un par de ellas, aunque se manda un comentario concreto y entusiasta de las mismas y todos tan contentos.

Para mi también la cosa se ha vuelto más cómoda, porque ahora si que doy los enlaces de mis fotos o las mando por correo electrónico. Sé que en la mayoría de los casos no las verán, pero siempre pensaré que si las han visto. Extrañas contradicciones –aunque ciertas-, las del cerebro humano

Y los malos fotógrafos tenemos muchas más razones para agradecer la invención de las cámaras digitales, puesto que a base de repetir y repetir conseguimos con paciencia que nuestras fotos se aproximen ligeramente a la calidad de las de los buenos fotógrafos.

Aunque sobre fotógrafos yo mantengo una teoría, no exenta de cierto radicalismo, como la mayoría de las mías: En espacios abiertos todos somos buenos fotógrafos (mucho más si es al amanecer, al atardecer o si está parcialmente o totalmente nublado). El problema surge cuando hay que inmortalizar una calle llena de gente yendo y viniendo, de puestos de frutas y verduras con los claroscuros y las sombras de los toldos, de las casas y de todo lo que se mueve. Ahí es donde la mayoría –incluidos algunos que se creen buenos fotógrafos- fallamos como una escopeta de feria.

Menos mal que los programas de retoque también nos salvan y fotos que antes terminaban en la basura o sin ser reveladas, ahora subsisten con cierta dignidad en los álbumes digitales. Aunque una cosa es retocar y otra manipular la realidad a través de filtros, de lo cual no soy partidaria. ¡Quedará más bonito –lo cual también es discutible-, pero nada tiene que ver con lo que cuando se estuvo allí vio el ojo humano.

Escrita el 10 de septiembre de 2.007

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