miércoles, 7 de noviembre de 2007

La estación de Chamartín

Desde mi más tierna infancia he viajado de forma muy habitual en tren. Todavía recuerdo aquellas noches en los azules y duros asientos del expreso Rías Bajas, durmiendo a pierna suelta mientras mi padre velaba mis sueños. Y es que a tan cortas edades es fácil dormirse en cualquier parte, aunque incluso hoy y hasta en los trenes menos confortables soy capaz de conciliar el sueño fácilmente.

Más adelante, los viajes a Galicia cambiaron por constantes idas y venidas a Madrid, motivadas primero por estudios, luego por trabajar en la capital del Reino y finalmente por acudir a reuniones o cursos de formación, al desempeñar mi actividad laboral en provincias para empresas que tienen su sede central en la capital de España.

Por supuesto y a pesar de ser muchos los viajes indicados en los dos párrafos anteriores, el lote más grande de periplos ferroviarios ha sido el formado por todos los interrailes (ya no recuerdo si son seis, siete u ocho) que hemos hecho desde finales de los ochenta

Y sin embargo, a pesar de ser tan variados los motivos de mis desplazamientos por vía férrea a la Villa y Corte (viajes para emprender vacaciones, estudios y formación, visitas a amigos o por trabajo), todos tienen un elemento común y es que siempre nacieron o murieron o transitaron por la estación de Chamartín.

Aún recuerdo cuando de pequeña, muy poco tiempo después de su inauguración, me preguntaba como narices las puertas de acceso al vestíbulo se abrían y cerraban justo al paso de la gente, sin que las activara o manipulara nadie. Parecía algo realmente mágico. Así que el descubrimiento de la existencia de la célula fotoeléctrica fue para mi más decepcionante incluso que el de que los Reyes Magos fueran los padres.

A partir de entonces comenzó con la estación de Chamartín una especie de relación amor-odio, que aún perdura a día de hoy y que tiene pinta de seguir prolongándose en el tiempo A partir de diciembre el AVE me la acerca un poco más todavía.

Los asientos de las zonas de espera, las cristaleras, las ventanillas de venta de billetes al público, los locales comerciales, de fast food o de prensa, los WC y miles de viajeros han sido testigos de mis alegrías, desdichas, frustraciones y esperanzas. De las risas y de las lágrimas.

Por allí han pasado como si de una película de escenario fijo se tratara, los mejores y los peores momentos de mi vida: Los inicios de los grandes viajes por Europa, los aprobados y suspensos –afortunadamente, de los últimos pocos- al ir a buscar las notas al final de los cursos en la facultad, el nombramiento para puestos de trabajo de ensueño, un cese, un despido improcedente, inolvidables y gloriosas victorias en noches mágicas en el Bernabeu, macroconciertos como el de U2 (cuando U2 era U2) en el 87…

Todos estos acontecimientos y las intensas emociones que han provocado han pasado en los últimos 27 años por esa estación, que como yo, ya va notando el paso y el peso del tiempo y de las experiencias vividas.

Supongo que para otra mucha gente, la estación de Chamartín también ha sido protagonista en el devenir de los acaecimientos relevantes de sus vidas. Por que al fin y al cabo, siempre hay emociones intensas y expectativas en el lugar donde empiezan o terminan los viajes, sean por el motivo que sean.