lunes, 22 de febrero de 2010

Reflexiones lingüísticas, durante una animada mañana de cañas

Para mi, si hay una cosa realmente placentera, después de viajar, es salir de cañas, los domingos por la mañana. No es Valladolid, un lugar que se caracterice, por los aperitivos gratuitos. En la capital, normalmente, todo lo que se come, se paga. Aunque no es así, en algunos pueblos del alfoz y en la zona residencial, donde vivimos –a unos kilómetros de la ciudad-, donde las tapas son generosas y sin cargo. Así es, que por 1,20 euros, nos tomamos nuestro rico botellín de Mahou, con paella, croquetas, empanadillas, canapés varios, choricito criollo, gambas, sopas de ajo, tortilla….

            Salir de cañas, no es una cosa cualquiera, sino más bien, una terapia, una filosofía, un estilo de vida, un auténtico gozo… No es asimilable, a bajar a comprar el pan y tomarse un par de cervezas, deprisa y corriendo. Tampoco, a tomar posiciones, para devorar una ración de pulpo o unos canapés de cangrejo, con un cortito con gas, mientras los niños se desfogan dando berridos, moviendo sillas y mesas, empujando a los pacíficos clientes de la barra, arrollándolos con el taca taca o peleándose entre ellos. Si algo prohibiría, inmediatamente en los bares, no sería el tabaco –que también-, sino la entrada de esas pequeñas y diabólicas criaturas –llamadas niños-. Pero eso daría lugar, a otra reflexión, no precisamente, viajera.

            Salir de cañas, en definitiva, implica hacerlo sobre las doce y media de la mañana y no volver, al menos, hasta las cuatro de la tarde, siguiendo, parsimoniosamente y de forma rutinaria, pero sosegada, el recorrido de bares, que previamente se ha designado. Entre siete y diez, está más o menos –dependiendo del día-, el número de establecimientos, que nosotros visitamos.

            Cuatro son las ventajas fundamentales, de esta forma de proceder: Te ahorras el desayuno, la comida, te pegas una buena y larga siesta al terminar y te agarras, un puntito filosófico y creativo muy agradable, con esas primeras cervecitas mañaneras, sin haber ingerido previamente, alimentos. Eso por la tarde, no pasa.

            Ayer, cuando engullíamos la sexta cerveza y su complementario aperitivo, de choricitos criollos fritos, reparamos en un cartel, que hay en el bar en cuestión y donde pone, así escrito: “Zona güifi, gratis”. Comentamos el asunto y no pasaron ni cinco segundos, para que apareciera la camarera y nos dijera, de forma contundente y sin contrastar nuestras afirmaciones, que así le había dich, que debía escribirlo, un profesor de universidad.

            Le pedimos que se tranquilizara y le explicamos, que lo que precisamente estábamos diciendo, es que nos mostrábamos de acuerdo, con su forma de proceder. Igual, que se ha españolizado güisqui, es muy lógico que se haga de igual forma, con güifi –a pesar de que la mayoría de los establecimientos hosteleros, siga poniendo Wi-Fi- o con las palabras güeb, softgüer o hardgüer.  

            Y la conversación –ahora ya sin camarera-, derivó en críticas, hacia todos esos puristas de nuestro idioma, que se llevan las manos a la cabeza, porque el español, se esté llenando de anglicismos. Los préstamos idiomáticos entre lenguas, son habituales, desde que el mundo es mundo. Igual que hay anglicismos en español, existen hispanismos en inglés y ellos, no se calientan tanto el cerebro, con este tema. Y además y en muchos casos, adoptan o adoptaron nuestras palabras, asimilándolas a la grafía y/o pronunciación anglosajona.

            De la misma manera, que el español está poblado de palabras inglesas, sobre todo, en el campo tecnológico, el inglés presenta bastantes de nuestros vocablos, en materias como vestimenta, complementos de trabajo o alimentos, entre otros varios campos. Fundamentalmente y por mucho que nos sigamos creyendo el ombligo del mundo, esa españolización del inglés, viene más bien, del intercambio cultural y comercial de Estados Unidos y México, en la época de los caobois (cowboys)  y la trashumancia, que de las aportaciones de la madre patria.

            Diluida ya la conversación, nos fuimos al séptimo bar. Ahora, empanadillas de atún, en un bar regentado, por una bella y joven rumana, que reside en nuestro país, desde hace cuatro años. Como casi todos sus compatriotas, habla un perfecto español, sin acento alguno y con argot patrio (tipo “anoche tuve el bar petado”). Le encanta jugar al poker por internet, afición, que también comparto.

            Estábamos ya, algo más dicharacheros de la cuenta y le contamos, que hemos estado un par de veces en Rumania, cuestión, que le hace bastante ilusión. Luego, nos referimos, a que en su país, conocimos a varias personas, que habían aprendido nuestro idioma, viendo las telenovelas sudamericanas, pero en esta ocasión, se muestra con indiferencia y nos espeta: “¡Ah, bueno y yo también lo hice así!. El español es muy fácil, porque como el rumano, procede del latín. Yo aprendí también inglés de adolescente, viendo películas en versión original”.

            Tomamos el último sorbo, pagamos y nos fuimos. Pasaban ya unos cuantos minutos, las tres de la tarde y a pesar, de los efluvios cerveceros, que ya empezaban a agarrotar la mente, no pude dejar de hacerme, decenas de preguntas, de las que por economía de espacio, dejó aquí, las dos principales:

Pero, entonces si el francés, el italiano, el portugués y el rumano, son idiomas latinos, ¿por qué yo a pesar de ver la televisión en esas lenguas y de haber estado varias veces en esos países, no soy capaz de articular un par de frases, en todos esos idiomas?. ¿Cómo es posible qué esta gente, venga para acá y hable español en una semana y aquí, nos pasemos cincuenta años estudiando inglés, para terminar leyéndolo con dificultad, hablándolo a medias y pronunciándolo de pena?. ¡¡Porca miseria!!.

1 comentario:

Veni dijo...

grande, eva. Sobre todo en lo de los niños y los bares, ja, ja.