miércoles, 2 de septiembre de 2009

Los viajes de antes

Ya no solemos viajar demasiado por España, porque yo la tengo conocida casi entera, desde cuando era pequeña y adolescente y viajaba con mis padres, en aquel SEAT 124, primero de color amarillo suave y luego blanco. ¡Qué recuerdos, los de aquellos tiempos!.


Entonces, no había apenas autovías, viajar era toda una aventura y una sucesión de panorámicas espectaculares, pueblos –con sus habitantes en sillas o poyatos, a las puertas de las casas-, ciudades y, fundamentalmente, emociones. Me acuerdo de los bellos paisajes del norte, pero también de las sensaciones encontradas, que sentía al cruzar los Monegros y luego alcanzar con la vista, el Moncayo; de las lagunas termales de Galicia, entre esas serpenteantes carreterucas de Dios, plagadas de amenazantes precipicios o de las playas de la Costa Brava.


Hoy las autovías, en gran medida, han matado la magia de los viajes largos, a través la península. Conducir se ha convertido un acto rutinario, en el que apenas hay que mover el volante, mientras se circula por esa interminable recta, plagada de pasadizos elevados, carteles informativos, rotondas ocasionales y hormigón por todas partes.


El tráfico, ya no nos viene de frente y es prácticamente imposible, salirse del carril fijado, parar bajo las sombras del pinar deseado, sacar la manta y darse un festín con las viandas, cocinadas con tanto esmero, por la madre de familia. En nuestro caso, la tortilla de gambas, las pechugas de pollo rebozadas, los filetes empanados y hasta el conejo guisado, no solían faltar nunca. Ahora se para en cualquier parte y se malcome de cualquier manera.


Y si el video asesinó a la estrella de la radio, como decía la canción, el GPS mató y descuartizó a la aventura, aunque también a las discusiones de papá y mamá, sobre que “si no te enteras, que te he dicho que fueras pendiente del desvío y tú nada”. También se acabó, lo parar en el arcén, extender el mapa sobre el capó delantero y notar, como se iba calentando, con el calor del motor, mientras con el dedo o un lápiz, se trazaba la ruta a seguir, a veces con algunas incertidumbres.


Entonces, no era infrecuente perderse y si ocurría por la noche, la normal preocupación de mis padres, en mi mente, se convertía en un halo de misterio y emociones. Recuerdo una vez, viajando a Huelva, que por ahorrarnos algunos kilómetros, decidieron no ir por Sevilla y continuar, una vez pasado Zafra, por la tortuosa carretera, que entre montañas, parte desde Fregenal de la Sierra. ¡Casi nos comieron los lobos! Y terminamos, al menos un par de veces, en distintas fronteras de Portugal


En aquella época y a pesar de mi corta edad, yo ya iba apuntando en un cuaderno, los pueblos por los que íbamos pasando o los ríos que cruzábamos. Incluso con nueve años, llegué a escribir mi primer diario de viaje, en unas vacaciones en la provincia de Almería. Aún me acuerdo: La bellísima Mojácar, el evocador y misterioso poblado del Oeste, el maravilloso y virgen cabo de Gata, los paisajes lunares por la carretera, que unía el pueblo de Tabernas, con la capital…


Mi padre tenía tanta confianza en mi, que incluso me dejaba, orientarle con el mapa. Recuerdo la terrible bronca, que me cayó en cierta ocasión. Veníamos de Cádiz Al llegar a Madrid me preguntó, que nacional era la que nos llevaba a Valladolid. Yo sabía perfectamente, que era la 6, pero en ese momento, no sé por qué, me confundí y le dije que la 1. El chaparrón verbal fue intenso, cuando se dio cuenta, que transitábamos por la de Irún, caminito de Burgos.


Y también me vienen a la mente, aquellos momentos, en que nuestras vidas pendieron de un hilo, cuando cruzando por el puerto de la Canda –en la zamorana comarca de Sanabria-, un bidón cayó desde un camión. Se abalanzaba contra nosotros y al esquivarlo, quedamos con más de media rueda delantera, saliendo hacia un profundo precipicio.


En fin, volveré a publicar sobre el tema dentro de 30 años y seguro, que yo misma me sorprendo, al escribir lo que echaré de menos, de lo viajes por carretera en la actualidad. Espero haber hecho entonces, el más deseado de ellos (sueño de infancia, al igual que recorrer América, desde Patagonia a México): Ir de Nueva York hasta San Francisco –no necesariamente, por la ruta 66-.

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